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Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Borges, Ajedrez II

Situado frente al armario se situaba una camilla blanca, al lado, una serie de aparatos, tubos, gomas e informes médicos. Sobre la camilla un hombre de unos 40 años, pelo canoso, con una cara que parecía no haber vivido una juventud. No tiene nombre, es el hombre de la 256. Hace treinta años que murió en aquella sala y nunca más salió. Durante años, su madre iba a verlo, hasta que murió, y lo mismo su padre. Sus amigos fueron abandonándolo. Está solo. Condenado a vivir una eternidad en el sueño, en la oscuridad.

El paciente de la 256 tiene su historia, como el de la 257, 260…, vivía en una ciudad con puerto, moderna, pero no muy grande. Estudiaba en un colegio público y jugaba en el parque de al lado de su casa con sus amigos. Día tras día seguía una misma rutina, casi monótona. Así, uno de los tantos días jugando, pasando por debajo de unos andamios, un trozo de escombro cayó sobre su cabeza. No murió, pasó treinta años en un hospital, a la espera de vivir de nuevo. ¿En qué piensa una mente inconsciente? ¿Qué escucha, siente, percibe? El hombre de la 256 vive, o no, atormentado. Cogito ergo sum, mas, ¿sino cogito? ¿sum? El dilema de su no existencia, de su razón perdida, de ese estado abandonado, sumido en la oscuridad del no ser, el ser es y el no ser no es. ¿Quién es? Existir o no existir, to be or not to be.

Si despierta un día verá sobre si mismo treinta años más, treinta años perdidos, sin respuestas, sin compañeros. Desearía no ser para poder ser, no existir para existir, porque la verdad es que no existe, solo como el hombre de la 256. Pero no despertará, permanecerá hasta que alguien certifique una muerte firmada hace treinta años, una muerte soñando, una muerte que perdura durante treinta años, una muerte silenciada, una muerte insensible, una muerte incapaz de vencer, una muerte prisionera del tiempo, una muerte injusta, una muerte vencedora. Vivirá eternamente en el mundo onírico, en el mundo de los sueños, junto con Orfeo, escucha la lira que lo sume en ese estado de no muerto. Existe, pero no existe. Es, pero no es. Un número.

El tiempo borra todo nuestro significado, nos destruye, somos fruto de la muerte, del olvido, hoy no somos nadie y mañana seremos menos; queremos existir, sentirnos imprescindibles, pero la verdad es que no somos, no existimos: al igual que 256, somos un número, nadie, nadie, sabe nuestro nombre, nuestra identidad, sólo nuestro número.

Fugaz se estrella el sentimiento de 256, insensible, no padece, no siente, no comprende, no respira, lo respiran, no palpita, lo palpitan, no come, lo comen. Es un ser olvidado pero complejo, un ser que no es, que nos recuerda que la muerte es y no es. Y en sus sueños, en su subconsciente, imaginará, sentirá, durante treinta años, que la vida pasa, pero no la sentirá; olvidada su memoria, se fusilan los recuerdos de su mente, se integran las verdades en la única verdad, la verdad de la muerte, del final del todo, un mundo sin vida. Destruido.

256 no existe. Pero existe. No es. Pero es. Y así, cada uno de nosotros, cuando pensamos, actuamos, creemos existir. Somos seres que se levantan cada mañana tras haber soñado. ¿Quién nos asegura que en realidad también nosotros estamos sumidos en otro sueño? ¿Quién da fe de que vivimos una realidad? ¿Quién aseverará creer en la existencia de la vida, cuándo podría ser un sueño, una quimera de nuestra mente, un engaño de la razón? ¿Quién juzga si la vida que creemos vivir es vida y no muerte? ¿Quién se rebelará contra la sinrazón de la inexistencia?

Y es que, y no lo sabremos nunca, podemos ser un sueño encerrado en otro sueño, y éste en otro, y así hasta llegar a la mente de aquel que por primera vez decidió, o no, soñarnos.

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